9 de mayo de 2016

En búsqueda de la identidad perdida

EDITORIAL

También como el autor de En búsqueda del tiempo perdido requeriríamos siete libros, o quizás más, para testimoniar las pérdidas, no de una familia, ni de una región, ni siquiera de un país, ni sólo de un continente, sino de la humanidad.

Por supuesto, ese propósito descomunal sobrepasa sin medida la capacidad de quienes sólo pretendemos hacer un llamado a la reflexión de lo que vivimos y lo que puede ser el futuro de los habitantes de un rincón hermoso y pacífico de la cordillera de los Andes. Si embargo, el intento de comprensión de nuestro presente debe recorrer no solo el camino de las realizaciones generosas que consolidan la permanencia de las gentes y sus valores sociales, de las cuales damos fe en esta edición; también, e incluso con mayor énfasis, las pérdidas, pasadas, presentes y futuras, pues si un logro merece todo el entusiasmo de la gratitud, la desaparición de lo construido con amor y esfuerzo significa, más allá de los lamentos y la tristeza, un acto de irresponsabilidad.

Con justa razón, aunque tal vez limitada, muchos sintetizamos las pérdidas de nuestra región en la desintegración de la familia. Los hijos se van acompañados de nostalgias porque lo nuestro ya lo sentimos insuficiente. ¿Insuficiente, cuando la tierra sigue siendo la misma, así hayamos acabado con algunos bosques y contaminado algunas aguas? ¿Insuficiente, cuando somos menos los que habitamos nuestros amados pueblos y campos?

Sí, ya no nos llena el rumor de los bosques ni el olor de los frutales, ansiamos la estridencia y el aire irrespirable de la gran ciudad; no nos extasía más la danza de los atardeceres ni la conversa de los amigos ni los cuentos de los mayores, nos atrapó la uniforme tontería manipuladora de la televisión. Y lo más lamentable, para ensordecernos y ahogarnos entregamos todo nuestro tiempo, nuestra vida, sin que hallemos satisfacción alguna porque cada vez nos hace falta alguna efímera novedad, la misma que quieren y por la que entregan su vida los cuatro millones de personas que viven amontonadas, acorraladas en la miseria del hambre o en la miseria del derroche, en la metrópoli de Medellín.

También es cierto que nos han estrechado, que por la imposición del dinero o de la violencia muchos se han desplazado; que hemos elegido, oh torpeza nuestra, gobernantes para que representen los intereses de otros, de los que quieren nuestras tierras y el agua para sus fincas de recreo, o para sus cuatro vacas y veinte caballos de mil millones, o para sus interminables pineras o para reventar las montañas y llevarse sus valiosas entrañas. Estas son las pérdidas que hay y las que vendrán.

Las pérdidas nuestras son las ganancias de ellos: talan los bosques, como denuncia la Mesa Ambiental de Jardín, para sembrar pinos; envenenan los ríos para exportar oro, como denuncia la Mesa Ambiental de Urrao; arrasan el paisaje y el patrimonio de un país para satisfacer los acuerdos con las multinacionales, como quiere Anglogold Ashanti en Jericó y Támesis, en el Tolima, en los Llanos, en el Chocó, en toda Colombia. Para esta multinacional de origen africano y las demás mineras y petroleras respaldadas por las autoridades colombianas, nuestro país debería entregar todo su subsuelo para que crezcan en igual medida su riqueza y nuestra pobreza, igual que en África. A esto es lo que el gobierno nacional llama progreso y desarrollo sostenible y a lo que las comunidades del Suroeste deben responder con responsabilidad.

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