EDITORIAL
La concentración poblacional en las grandes ciudades colombianas es un proceso que no cesa de crecer con el desplazamiento de los campesinos aún acosados por los enfrentamientos armados en varias zonas, pero sobre todo, como consecuencia de una política económica que rige en muchos de los países considerados subdesarrollados.
Mientras en los países élite la agricultura y la ganadería son procesos industrializados y subvencionados por el Estado que permiten una oferta masiva y barata de sus productos en el mercado mundial, los campesinos nuestros no alcanzan con el fruto de su arduo trabajo más que asegurar a duras penas su propia manutención luego de pagar insumos y semillas, intereses por los escasos créditos bancarios, transporte y someterse a los precios de compra fijados por los intermediarios.
A pesar de esta lógica evidente, los últimos gobernantes abrieron de par en par el mercado nacional a las multinacionales agrícolas con sus ofertas mucho más favorables que las de nuestros agricultores, una ruina anunciada que estaba encadenada con un calmante de poco rendimiento para los afectados más directos: los subsidios sociales para, entre otros, “familias en acción”, en realidad familias en miseria.
Para la financiación de los subsidios de sobrevivencia el gobierno contaba con las exportaciones de minerales, petroleo y gas, el modelo venezolano que se empezó a implementar durante el gobierno de Andrés Pastrana y lo continúan Uribe y Santos, e igual que en Venezuela, ha significado la pérdida de la agricultura y la ruina de la industria nacional.
Ante la quiebra de los campesinos y los efectos del enfrentamiento armado, la concentración de la propiedad rural se ha incrementado para llegar, según el censo nacional agropecuario de 2014 divulgado por el ministro Aurelio Irragori, al siguiente resultado: “0.4% de los propietarios son dueños del 46% del territorio rural con más de 500 hectáreas, mientras que el 70%, son dueños de pequeños predios hasta de 5 hectáreas que suman el 5% del territorio rural”.
En estas condiciones económicas y de seguridad personal para el campesinado sin tierra, pobre y mediano las opciones por adquirir un nivel de vida digno son cada vez menores: cultivos ilícitos, minería no autorizada, desplazamiento a los cinturones de miseria de las ciudades, delincuencia.
Como alternativa el gobernador Luis Pérez ofrece la creación de la Empresa de Desarrollo Agroindustrial de Antioquia con el propósito de sembrar 100 mil hectáreas de agricultura comercial. Los campesinos se asociarían a esta empresa cediendo su tierra y recibiendo un salario por cumplir las faenas asignadas por la empresa; cuando la empresa tenga utilidades serán compartidas con los propietarios convertidos en obreros agrícolas.
El camino que contempla el primer punto pactado en La Habana, expuesto en la presente edición, se dirige al fortalecimiento de la economía campesina, la producción de alimentos, el respeto por las vocaciones de las comunidades, su participación en las decisiones que las afectan. ¿En el Suroeste, enraizado en la vida campesina y pueblerina que significa una cultura solidaria, familiar, vecinal y municipal, estaríamos dispuestos a perder estos valores para transformarnos en obreros de una empresa estatal?
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